Recuerdos del Ancoradoiro
El jueves he ido con la familia de visita a la zona de Muros y Carnota, dos lugares a los que me gusta mucho ir, cosa que hago desde hace mucho tiempo pues ya de joven era asiduo a la playa del Ancoradoiro, por aquel entonces nudista y de la que más de una vez tengo salido con las posaderas tan quemadas que ni sentarme podía.
De aquella el Ancoradoiro era un frondoso y extenso pinar del que hoy apenas queda rastro y al que se llegaba desde Santiago en algo más de dos horas a través de una carretera estrecha, llena de curvas y con un firme tercermundista.
De acampada libre entre los pinos se daban cita personajes de lo más variopinto. De todas las veces he acampado allí ahora me vienen a la memoria algunos a quienes tuve por vecinos: a un francés que tenía un cuervo que hablaba, o un sevillano muy porreta y simpático que había llegado hasta allí en un Vespino, y con lo puesto, y sin ir más lejos nosotros mismos la primera vez que estuve allí, una pandilla formada por: una mujer embarazada de 8 meses junto a su pareja; un pardillo que ponía dinero y un coche que yo conducía por caminos y entre los pinos, más que como un 4 latas que era como si se tratase de un 4 x 4.
También formaban parte de la “familia” una divorciada ninfómana, que para ser de ciudad había pescado a la primera que echó el anzuelo a un fornido mozo de la zona al que sacó sus alegrías, sus jugos y unas ojeras que aquel verano le cronificaron, dándole ella a cambio muchos ratos de placer y una gonorrea que ni para mear se la podía tocar.
Y Ricardito, el mayor de la pandilla, un marica con demasiada pluma para lo que un pueblo como Muros estaba acostumbrado a ver. Verlo caminar por la calle principal de la Villa meneando su culo era todo un espectáculo que nadie quería perderse, pues a su paso todo el mundo se volvía para admirar su contoneo.
Y por último mi hermano y yo, borrachines a secas…
También teníamos dos patitos que habíamos comprado en una feria con la intención de comérnoslos al final de verano aunque ninguno de ellos vivió tanto. Fuésemos a donde fuésemos los patos siempre nos acompañaban: de paseo, a la playa, a la verbena, de copas...
Una tarde y después de llevar unos días sin saber nada de uno de ellos, investigué los alrededores del campamento de unos alemanes, pues tenían una escopeta de aire comprimido y eso a mí hacía sospechar. Y no me equivoqué en ellas, ya que muy cerca de una de sus tiendas descubrí al pato enterrado.
Me vengué de la irreparable pérdida robándoles un reloj y una botella de Jonny Walker, a la par de causarle algún que otro destrozo.
Pero si hay algo que en especial recuerdo del Ancoradoiro, era lo difícil que nos resultaba encontrar la tienda de campaña entre tanto árbol, cosa que por la noche se convertía en una odisea.
Y recuerdo una en concreto en la que regresaba con mi hermano de una verbena. El taxista nos había dejado a la entrada del pinar, teniendo el hombre el detalle de alumbrarnos con los faros del coche hacia un pequeño sendero que se adentraba hasta lo más espeso de la arboleda, zona por donde más o menos acampábamos nosotros.
Cuando el taxi se fue y dejó de iluminarnos quedamos en la más absoluta oscuridad, tanto fue así que para no perdernos tuvimos que cogernos de la mano.
Dimos muchas vueltas, caímos muchas veces y nos dimos de narices contra los pinos otras tantas… pero ni de coña nos soltábamos y estuvimos tanto tiempo así que en un momento de desesperación nos quedamos quietos donde estábamos y nos pusimos a gritar por los amigos que estaban en la tienda.
Pero lo único que escuchábamos era las ramas de los árboles batirse por el viento y el lejano romper de las olas en la playa.
Así que otra vez a dar vueltas, y más vueltas, y más vueltas… no pongo en duda de que todas ellas las diésemos alrededor del mismo árbol, puesto que llevábamos más de un par de horas perdidos en el pinar sin abandonarlo… y coño, tampoco era tan grande.
Y de repente, a través de los árboles que unas veces la ocultaban y otras la mostraban, vimos la luz…
Y esa luz que nosotros en principio confundimos con una linterna o con el fuego de una hoguera nos abrió el camino.
Pero no era linterna ni tampoco era fuego... era el la luz del Faro de Lira, a unos 15 km. de donde estábamos, que igual que guía a los barcos nos guió a nosotros hasta la playa donde comprobamos gracias a que era una noche de luna llena y muy clara, que efectivamente habíamos estado tanto tiempo dando vueltas alrededor del mismo sitio, probablemente alrededor del mismo árbol.
Tomamos como referencia una pequeña extensión de pinar que sobresale del resto y que era por donde teníamos la tienda y volvimos a adentrarnos en la oscuridad después de volver a cogernos de la mano.
Esta vez tuvimos suerte, aunque llevamos el susto de nuestras vidas, pues el silencio y la tranquilidad de la noche se rompieron de pronto con un grito de dolor que partía de nuestros pies, para ser exactos, debajo de uno de los pies de mi hermano.
Había pisado a un tipo que dormía tranquilamente en su saco y a la intemperie. Un vecino conocido que nos iluminó con su linterna hacia nuestra tienda, que estaba allí al lado.
Y afortunadamente así acabó la búsqueda pues de no ser por ese pisotón probablemente se nos hubiese hecho día dando vueltas alrededor del mismo pino.
Tengo muchos y muy buenos recuerdos de mis acampadas en el Ancoradoiro, lugar al que todos los veranos le reservaba unos días para pasar allí, hasta que la llegada del camping y la prohibición de la acampada libre me lo impidieron.
De aquella el Ancoradoiro era un frondoso y extenso pinar del que hoy apenas queda rastro y al que se llegaba desde Santiago en algo más de dos horas a través de una carretera estrecha, llena de curvas y con un firme tercermundista.
De acampada libre entre los pinos se daban cita personajes de lo más variopinto. De todas las veces he acampado allí ahora me vienen a la memoria algunos a quienes tuve por vecinos: a un francés que tenía un cuervo que hablaba, o un sevillano muy porreta y simpático que había llegado hasta allí en un Vespino, y con lo puesto, y sin ir más lejos nosotros mismos la primera vez que estuve allí, una pandilla formada por: una mujer embarazada de 8 meses junto a su pareja; un pardillo que ponía dinero y un coche que yo conducía por caminos y entre los pinos, más que como un 4 latas que era como si se tratase de un 4 x 4.
También formaban parte de la “familia” una divorciada ninfómana, que para ser de ciudad había pescado a la primera que echó el anzuelo a un fornido mozo de la zona al que sacó sus alegrías, sus jugos y unas ojeras que aquel verano le cronificaron, dándole ella a cambio muchos ratos de placer y una gonorrea que ni para mear se la podía tocar.
Y Ricardito, el mayor de la pandilla, un marica con demasiada pluma para lo que un pueblo como Muros estaba acostumbrado a ver. Verlo caminar por la calle principal de la Villa meneando su culo era todo un espectáculo que nadie quería perderse, pues a su paso todo el mundo se volvía para admirar su contoneo.
Y por último mi hermano y yo, borrachines a secas…
También teníamos dos patitos que habíamos comprado en una feria con la intención de comérnoslos al final de verano aunque ninguno de ellos vivió tanto. Fuésemos a donde fuésemos los patos siempre nos acompañaban: de paseo, a la playa, a la verbena, de copas...
Una tarde y después de llevar unos días sin saber nada de uno de ellos, investigué los alrededores del campamento de unos alemanes, pues tenían una escopeta de aire comprimido y eso a mí hacía sospechar. Y no me equivoqué en ellas, ya que muy cerca de una de sus tiendas descubrí al pato enterrado.
Me vengué de la irreparable pérdida robándoles un reloj y una botella de Jonny Walker, a la par de causarle algún que otro destrozo.
Pero si hay algo que en especial recuerdo del Ancoradoiro, era lo difícil que nos resultaba encontrar la tienda de campaña entre tanto árbol, cosa que por la noche se convertía en una odisea.
Y recuerdo una en concreto en la que regresaba con mi hermano de una verbena. El taxista nos había dejado a la entrada del pinar, teniendo el hombre el detalle de alumbrarnos con los faros del coche hacia un pequeño sendero que se adentraba hasta lo más espeso de la arboleda, zona por donde más o menos acampábamos nosotros.
Cuando el taxi se fue y dejó de iluminarnos quedamos en la más absoluta oscuridad, tanto fue así que para no perdernos tuvimos que cogernos de la mano.
Dimos muchas vueltas, caímos muchas veces y nos dimos de narices contra los pinos otras tantas… pero ni de coña nos soltábamos y estuvimos tanto tiempo así que en un momento de desesperación nos quedamos quietos donde estábamos y nos pusimos a gritar por los amigos que estaban en la tienda.
Pero lo único que escuchábamos era las ramas de los árboles batirse por el viento y el lejano romper de las olas en la playa.
Así que otra vez a dar vueltas, y más vueltas, y más vueltas… no pongo en duda de que todas ellas las diésemos alrededor del mismo árbol, puesto que llevábamos más de un par de horas perdidos en el pinar sin abandonarlo… y coño, tampoco era tan grande.
Y de repente, a través de los árboles que unas veces la ocultaban y otras la mostraban, vimos la luz…
Y esa luz que nosotros en principio confundimos con una linterna o con el fuego de una hoguera nos abrió el camino.
Pero no era linterna ni tampoco era fuego... era el la luz del Faro de Lira, a unos 15 km. de donde estábamos, que igual que guía a los barcos nos guió a nosotros hasta la playa donde comprobamos gracias a que era una noche de luna llena y muy clara, que efectivamente habíamos estado tanto tiempo dando vueltas alrededor del mismo sitio, probablemente alrededor del mismo árbol.
Tomamos como referencia una pequeña extensión de pinar que sobresale del resto y que era por donde teníamos la tienda y volvimos a adentrarnos en la oscuridad después de volver a cogernos de la mano.
Esta vez tuvimos suerte, aunque llevamos el susto de nuestras vidas, pues el silencio y la tranquilidad de la noche se rompieron de pronto con un grito de dolor que partía de nuestros pies, para ser exactos, debajo de uno de los pies de mi hermano.
Había pisado a un tipo que dormía tranquilamente en su saco y a la intemperie. Un vecino conocido que nos iluminó con su linterna hacia nuestra tienda, que estaba allí al lado.
Y afortunadamente así acabó la búsqueda pues de no ser por ese pisotón probablemente se nos hubiese hecho día dando vueltas alrededor del mismo pino.
Tengo muchos y muy buenos recuerdos de mis acampadas en el Ancoradoiro, lugar al que todos los veranos le reservaba unos días para pasar allí, hasta que la llegada del camping y la prohibición de la acampada libre me lo impidieron.
Siempre que visito ese lugar todos esos recuerdos me vienen a la memoria quedándome al final con la pena de ver como está ahora lo que un tiempo me parecía y como también lo definió mi amigo Alipio, la primera vez que estuvo allí de acampada, "un paraiso".
3 han comentado:
justame a Foto esa pero Vaite toooo , iso de paraiso non ten nada pero weno ....
e que ti conoce-lo Ancoradoiro de ahora... e con bañador posto.
Manolo:
Aconséllame unha para ir coa familia uns días.
Publicar un comentario